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A vueltas con el positivismo jurídico (XI): fundamentos antropológicos de la organización social

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Como puede deducirse de lo que hemos visto hasta ahora, y aunque suene perogrullesco decirlo, cualquier enfoque que se adopte en relación con la ley y la moral depende de la cosmovisión de la que partamos, y, dentro de ella, de la concepción del hombre que se tenga. Creo que, por ello, conviene recordar cómo han evolucionado las grandes concepciones antropológicas dominantes implícitas en el pensamiento de la mayoría de los autores desde el comienzo de la Modernidad para poder entender los planteamientos actuales.

Lutero, libre examen y autonomía absoluta de los príncipes

De hecho, es a partir de la Ilustración cuando se desarrollan dos corrientes, el individualismo y el colectivismo, con dos visiones del hombre aparentemente contrapuestas, pero mucho más cercanas entre sí de lo que a primera vista pueda parecer y, sobre todo, si se las compara con la visión que se tenía en el Antiguo régimen, habiéndose producido la ruptura un par de siglos antes.

En efecto, hasta el siglo XVI, Dios era considerado el creador indiscutible del hombre y del mundo, y era Él, con su Providencia, quien lo conservaba todo y, de alguna manera, lo dirigía. La denominada “cultura de la Modernidad” vino a romper con esa visión, y a partir de entonces, la libertad del hombre se concibió como absoluta y radical. De hecho, con Lutero y su principio del libre examen, se intenta romper con la posibilidad de que exista autoridad alguna en materia religiosa. Si bien Lutero restringió aquel principio sólo a los príncipes alemanes, quienes sí tenían una autonomía absoluta, como jefes de Estado, y no estaban sometidos a una norma superior. Así, en contraposición con lo que pasaba con el príncipe medieval, cuya legislación no podía contradecir la ley divina, se proclama la libertad de conciencia del príncipe moderno, con una autonomía, de su voluntad, plena y radical.

El hombre se erige en creador racional del Derecho

Los ilustrados, desde su racionalismo aparentemente radical, dan una vuelta de tuerca más, y aunque son muchas las corrientes que se dan en dicho movimiento, tienen una serie de rasgos comunes: la identificación del bienestar material y las riquezas con la libertad que constituye el fin del hombre. Ello constituye un utilitarismo que debe regir la conducta individual, centrada en la búsqueda del interés. Rechaza todo aquello que la razón humana no pueda conocer de modo material. Y somete, por tanto, la religión, a dicho racionalismo materialista. Confía ciegamente en el progreso, defiende el igualitarismo y, con él, rechaza los privilegios.

Y, sobre todo, y a los efectos que aquí nos interesan, se impone la idea de que el hombre está capacitado para dictarse sus propias leyes -la autonomía del hombre, en definitiva-. Ello obligaba a establecer nuevos principios morales, fundamentados no ya en leyes naturales, universales e inmutables, impresas por Dios en la realidad del hombre, sino en cuestiones sociológicas -realidades sociales concretas- que llevan a erigir al Estado como fuente de moralidad. Así, el derecho positivo sustituye al citado derecho natural. Con ello se produce un cambio no sólo de perspectiva, sino también de organización.

En efecto, la sociedad orgánica y corporativista del Antiguo Régimen se sustituyó por un sistema muy distinto. Un sistema justificado, al menos en principio, por un supuesto pacto social primigenio (defendido por autores como Hobbes y Locke), al que ya nos hemos referido también en anteriores entregas. Así, en el siglo XIX se desarrolló lo que algún autor denomina “ensayo del individualismo decimonónico”, si bien más adelante el intento de llevarlo a cabo degeneró, en algunos lugares, en regímenes colectivistas.

Liberalismo

Así, el sistema liberal implantado en el siglo XIX, hijo directo de la Modernidad y de la ideología liberal-progresista, se asentaba en una serie de presupuestos ideológicos, derivados de los señalados más arriba, y que podemos resumir en los siguientes: una visión del hombre que lo concibe como ser autónomo e independiente, que no recibe de nadie su naturaleza, ya que, siendo esencialmente libertad, se hace a sí mismo mediante la ejecución de actos libres, por lo que no procede admitir responsabilidades externas que frenen esa acción, una acción que le hace caminar indefectiblemente hacia el progreso de la Humanidad.

Vemos, por tanto, que las verdades universales e inmutables del régimen anterior se trastocan, gracias a una nueva concepción dialéctica, en la que la verdad sólo lo es de un modo coyuntural. Así, como señala René Remond[1]: “el liberalismo cree en el descubrimiento progresivo de la verdad por la razón individual. Profundamente racionalista, se opone al yugo de la autoridad, al respeto ciego, al pasado, al imperio del prejuicio, así como a los impulsos del instinto. La mente debe poder buscar la verdad por sí misma, sin trabas, y se desprenderá entonces, poco a poco, por la confrontación de pareceres, una verdad común”.

Colectivismo

Frente a la señalada concepción liberal-individualista, surgió, como reacción, el colectivismo, que entendió que no era posible una convivencia y un orden justos entre individuos radicalmente libres y pendientes de su propio bienestar. Así, se desarrolló una concepción del hombre en la que el individuo sólo se entiende si es considerado como la parte de un todo. El hombre-colectivo se realiza, no ya mediante la ejecución de actos libres, sino mediante la realización de un conjunto de obligaciones que debe asumir y que le vienen impuestas por la realidad del grupo al que pertenece.

Con ello se produce una clara anulación de la persona, pasando al primer lugar de análisis lo colectivo, ya sea la clase, la nación, la raza, el partido, o el Estado. Así, en la mesa del sacrificio que busca la tan ansiada unidad, arde en llamas el pluralismo. Y la búsqueda de la verdad dejó de ser la motivación principal, ya que aquella -la verdad inmanente- pasa a imponerse desde el poder.

Vemos, pues, cómo en el sistema colectivista, la norma antes trascendente, se trastoca en norma inmanente, de imperioso y obligado cumplimento, justificándose incluso la eliminación física del disidente que se niega a su cumplimiento, como partícula “asocial” prescindible que sólo impide el armónico crecimiento del colectivo.

Notas

[1] Citado por Javier Paredes, en el capítulo 1 -La ilustración y el liberalismo- de la Historia Universal Contemporánea, Ariel, 2011.

Serie ‘A vueltas con el positivismo jurídico

1 Comentario

  1. El año 1871 parece ser que fue un año clave: (a) Por un lado, y para bien, en el ÁMBITO TEÓRICO, Carl Menger publicó su tratado sobre Economía (Grundsätze der Volkswirtschaftslehre; Principios de Economía Política) que dio inició a la REVOLUCIÓN MARGINAL-SUBJETIVISTA, una revolución en el ámbito del estudio de la Economia (y el resto de las ciencias sociales) que AÚN ESTÁ EN MARCHA. Y ello a pesar de la posterior contra-revolución (o simplemente: triste y empobrecedora involución) primero marshalliana y luego matematicista, que vuelven ambas a la consideración del valor como si fuera algo «objetivo» y medible –una función matemática bien definible ex-ante o bien determinable ex-post, tanto monta como monta tanto –, y de igual modo vuelven también de modo indisimulado a los agregados (ambos característicos de la escuela clásica), y en bastante medida enlaza también paradójicamente con el archi-enemigo de la escuela clásica, esto es, el historicismo de raigambre prusiana).

    (b) Por otro lado, en el ÁMBITO PRÁCTICO, y para mal, se inició la Kulturkampf o guerra cultural, fenómeno que hoy vive su máximo apogeo en muchos países del Occidente (del Occidente ante liberal, que tuvo una de sus principales claves de su desarrollo precisamente en la separación entre el papado y el poder político). Y es que no hay nada peor que la entrada y MEZCLA del monopolista de la coacción en el ámbito de la moral, intentando convertirla también en un monopolio (frente a la SEPARACIÓN de los distintos ámbitos característica del verdadero liberalismo no colectivista).

    Tomado de wikipedia:
    En la historia de Alemania, la KULTURKAMPF (Lucha Cultural) fue el conflicto político de siete años (1871-1878) entre la Iglesia católica en Alemania, encabezada por el Papa Pío IX, y el Reino de Prusia, encabezado por el canciller Otto von Bismarck. El conflicto político entre la Iglesia y el Estado de Prusia tenía que ver con el control directo de la Iglesia sobre la educación y los nombramientos eclesiásticos en el reino de Prusia como nación y país católico romano. Además… también se caracterizó por una intolerancia anti-polaca alimentada por «ansiedades racistas» en Alemania «acerca de las partes polacas del este prusiano».
    En el uso político moderno, el término alemán Kulturkampf … también describe las grandes y pequeñas guerras culturales entre facciones políticas que sostienen valores y creencias profundamente opuestos dentro de una nación, una comunidad y un grupo cultural.
    En ciencia política, una GUERRA CULTURAL es un tipo de conflicto cultural entre diferentes grupos sociales que luchan por IMPONER políticamente su propia ideología (creencias, virtudes, prácticas) a su sociedad. […] es una metáfora de la política «candente» sobre valores e ideologías, que se vehicula a través de NARRATIVAS sociales INTENCIONALMENTE DESTINADAS A PROVOCAR LA POLARIZACIÓN política en el grueso de la población sobre materias económicas relacionadas tanto con las políticas públicas como con el consumo. Como política práctica, una guerra cultural tiene que ver con cuestiones de política social que se basan en argumentos abstractos sobre valores, MORALIDAD y estilo de vida, DESTINADOS A PROVOCAR una DIVISIÓN política en aquellas sociedades que presentan una multiculturalidad que se ve forzada (top-down) a regirse por un mismos patrón coactivo (ver los dos últimos párrafos del artículo de Jaime Juárez).


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