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El lenguaje económico (XLIV): Sobre la calidad

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La calidad se define como «propiedad o conjunto de propiedades inherentes a algo, que permiten juzgar su valor».[1] Existe concomitancia entre calidad y precio: los bienes de mayor calidad suelen ser más caros que los de menor calidad. Esto no significa, en modo alguno, que los primeros sean preferidos o mejores que los segundos. Si bien la calidad se basa en hechos y atributos objetivos (marca, prestaciones, materiales, durabilidad, acabado, garantías, etc.) de los bienes, es considerada junto con otros factores: precio, capacidad adquisitiva, necesidades y preferencias del consumidor, etc. La calidad influye en la atribución de valor a los bienes, pero no altera la naturaleza subjetiva de las elecciones del consumidor.

Buena y mala calidad

Los hablantes se refieren habitualmente a la calidad en términos maniqueos: buena o mala; sin embargo, la calidad es un continuo y establecer fronteras o categorías siempre es problemático. Es más apropiado hablar de calidades (en plural): muy alta, alta, media, baja y muy baja. Por ejemplo, no decimos que hay hoteles buenos y malos, sino que existen diferentes categorías identificadas entre 1 y 5 estrellas. En el mercado no hay calidad «mala». Todas las calidades —altas y bajas— son bienvenidas porque cumplen una triple función económica: cada una encaja con específicas necesidades, preferencias individuales y capacidad económica de los consumidores.

Una seña del capitalismo, inducida por el público, es la existencia de calidades medias y bajas a precios reducidos, algo que en marketing se llama una proposición de valor de «menos por menos». Además, el progreso tecnológico vuelve obsoletos ciertos productos que funcionan perfectamente (TV, teléfonos, ordenadores) por lo que construir productos que duren «toda una vida» es antieconómico.

Lo barato sale caro

Este lema (tan popular como engañoso) nos dice que, ante una alternativa de calidades (y precios), siempre es preferible optar por la superior. La compra de algo muy barato puede acarrearnos problemas y, a la larga, unos costes superiores a los que hubiéramos tenido de haber comprando algo mejor (y más caro). Sin embargo, es un error demonizar lo barato.  Idéntica decepción tenemos al comprar lo caro y luego descubrir que algo más barato hubiera sido suficiente. Por ejemplo, tan antieconómico es la compra de herramientas baratas para uso profesional como la compra de herramientas caras para uso doméstico. En definitiva: tanto lo barato como lo caro puede ser conveniente o no, dependiendo del acierto del comprador.

Evaluar la calidad

Los consumidores no poseen información precisa para valorar la calidad de muchos bienes, especialmente sin son servicios. Por ejemplo, los pacientes no tienen la más remota idea sobre la calidad de ciertos insumos hospitalarios (sangre y hemoderivados, prótesis, material quirúrgico, etc.), pero, aún en el supuesto de que tuvieran toda la información técnica precisa, su interpretación y valoración requeriría un esfuerzo cognitivo que la mayoría no está dispuesta a realizar. No por ello los consumidores compran a ciegas: se ayudan de la fama o reputación —marca, nombre, historial— de los proveedores, piden referencias, hacen averiguaciones, compran inicialmente cantidades pequeñas, etc. Muchas empresas exhiben sellos de calidad (ISO, TQM, EFQM) para transmitir confianza a sus clientes y proveedores.

La calidad como exigencia

Con frecuencia, la calidad es una reclamación. Por ejemplo, los sindicalistas piden «empleo de calidad», las asociaciones de consumidores exigen «calidad alimentaria», las mareas blancas demandan «sanidad de calidad», otros exigen «turismo de calidad», etc. Estas demandas, en abstracto, son confusas, falaces y suelen ser utilizadas con fines intervencionistas. Por ejemplo, se pone como excusa la «insuficiente» calidad del servicio para prohibir o interferir determinados negocios —alquileres, Uber, BlaBlaCar, gasolineras automáticas— que proporcionan notables ventajas para los consumidores.

Turismo de calidad

La idea subyacente es atraer visitantes con elevado poder adquisitivo y disuadir a otros que no gastan lo «suficiente»: turistas de sol y playa, cruceristas, senderistas, campistas, etc. Los predicadores de la calidad quieren convertir su ciudad en otra Montecarlo y prohíben la construcción de alojamientos «baratos», a la vez que subvencionan los «caros». Sin embargo, es ilusorio manipular la oferta turística esperando alterar la demanda. El Cabildo de Tenerife, por ejemplo, es dueño de tres casinos de juego cuya finalidad es «mejorar la oferta turística complementaria de la Isla y atraer un perfil de visitante con mayor capacidad adquisitiva».[2]

Esta tan absurda como perversa pretensión de organizar la sociedad de manera hegemónica y coercitiva ya fue analizada por Hayek (1988) en su libro póstumo La fatal arrogancia: los errores del socialismo. Otras veces, la «calidad» ha sido la excusa para proponer (sin éxito), el establecimiento forzoso de plantillas mínimas en los hoteles o la genial ocurrencia catalana de  exigir la presencia de butifarra en el desayuno.[3] Toda planificación gubernamental del turismo es un caso particular del sistema socialista y, por tanto, está abocada al fracaso (Mises, 1920).

Bibliografía

Hayek, F. (1988). La fatal arrogancia: los errores del socialismo. Madrid: Unión Editorial.

Mises, L. (1920). «El Cálculo Económico en el Sistema Socialista». Recuperado de http://www.hacer.org/pdf/rev10_vonmises.pdf

Notas

[1] R.A.E.

[2] casinostenerife.com

[3] Decreto 75/2020, de 4 de agosto, de turismo de Cataluña. Anexos 1 y 2.

Serie ‘El lenguaje económico’

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