La eficiencia es «la mejor combinación de medios para fines establecidos» (Rothbard, 2016: 1). Normalmente, decimos que una cosa es más eficiente que otra cuando su relación utilidad-coste es superior. Por ejemplo, la máquina «A» es más eficiente que «B» cuando, por unidad de input consumido, la primera obtiene mayor output que la segunda; o que «A» es más eficiente que «B» si, a igual rendimiento, la primera consume menos que la segunda.
En la técnica, eficiencia es sinónimo de rendimiento. En el ámbito social, sin embargo, la idea de eficiencia se torna problemática, pues tanto las utilidades como los costes son subjetivos y no son susceptibles de medida. Por extraño que pueda parecernos, «la economía cuantitativa no existe» (Huerta de Soto, 2004: 65). En las empresas, a través del cálculo económico, podemos averiguar si determinada acción ha resultado más o menos eficiente en términos monetarios, algo que llamamos «rentabilidad». Ya en el ámbito social «no puede haber ningún análisis válido o significativo sobre coste-beneficio en las decisiones legales o políticas» (Rothbard, 2016: 3) por las siguientes razones:
Fines diversos
a) Primero, tanto los individuos como los grupos tienen fines diversos y, a menudo, conflictivos entre sí. Por ejemplo, si la máquina «A» requiere la mitad de operarios que «B», sustituir una por otra será útil para la empresa y, tal vez, para ciertos empleados, pero nunca para quienes son despedidos. La «eficiencia social» una secuela del utilitarismo de Jeremy Bentham que ha desembocado en el espurio análisis de coste-beneficio: «En cualquier situación puede hacerse un cómputo de beneficios —unidades de placer—, compararlo con los costes —unidades de dolor—, y ver cuál de los dos supera al otro» (Rothbard, 2013a: 648).
Pero ni utilidad ni costes es mensurable y todo intento de matematizar un balance entre ambos es metodológicamente imposible. Volviendo al ejemplo anterior, ¿qué es socialmente más eficiente? ¿El aumento de la producción? ¿El (esperado) incremento salarial de los operarios? ¿O el desempleo temporal de los otros? La respuesta dependerá de quién sea preguntado.
Un concepto subjetivo de eficiencia
b) Segundo, ni siquiera las acciones individuales pueden ser definidas objetivamente como «eficientes»; por ejemplo, mediante la experiencia y la práctica, un trabajador va incrementando gradualmente su destreza y rendimiento de tal forma que hoy es más «eficiente» que ayer, pero las vicisitudes personales podrían invertir lo anterior. El concepto de eficiencia puede servirnos sólo cuando comparamos medios y procesos relativamente simples dentro de un sistema orientado hacia una misma finalidad. Una vez que abordamos los complejos e intrincados procesos sociales, resulta de todo punto estéril establecer juicios sobre la mayor o menor eficiencia de un sistema sobre otro; «la eficiencia es, por lo tanto, una quimera» (Rothbard, 2016: 1).
Dada la problemática apuntada, lo único razonable es permitir que cada individuo pueda expresar lo que subjetivamente considere más «eficiente» en cada circunstancia, momento y lugar, a través del proceso social del mercado (Huerta de Soto, 2012: 55). Solamente la libertad, en ausencia de coacción y fraude, puede aproximarnos a lo que habitualmente se entiende como «eficiencia o utilidad social», tal y como afirma Rothbard (2013b: 10):
Cuando la gente es libre de actuar, actúa siempre de una forma que cree que maximizará su utilidad (…) Si nos permitimos usar el término «sociedad» para describir el patrón de todos los intercambios individuales, podemos decir que el libre mercado «maximiza» la utilidad social, pues todos ganan en utilidad.
Murray N. Rothbard
Mercado y eficiencia
O como dice Huerta de Soto (2004: 57), refiriéndose explícitamente al vínculo entre libre mercado y eficiencia:
Tan sólo éste, y no otro, puede ser el criterio relevante de eficiencia económica. Un sistema será tanto más eficiente conforme más libremente actúe la función empresarial buscando oportunidades de beneficio (…) El fantasmagórico concepto paretiano de eficiencia es inútil e irrelevante, pues ha sido elaborado en el invernadero teórico de la escuela de los economistas del bienestar, y exige para su manejo operativo un entorno estático y de plena información que jamás se da en la vida real.
Jesús Huerta de Soto
El criterio de Pareto
Ilustremos nuestra crítica de la eficiencia social con un caso imaginario. Supongamos que mediante un trasplante de córnea una persona puede recuperar la vista. Si un vidente decide libremente donar (o vender) una de sus córneas a un ciego, ambos salen beneficiados del acto y no hay terceros perjudicados; en este caso, podríamos aseverar que la «sociedad» ha mejorado en su conjunto o que el resultado ha sido Pareto-eficiente.
Supongamos ahora que el gobierno, mediante un análisis de coste-beneficio, determina que es socialmente más eficiente que haya dos tuertos antes que un ciego y un vidente; ¿debería extirparse forzosamente (i.e. mediante sorteo) una córnea al número suficiente de videntes para erradicar la ceguera? Si entendemos por sociedad el conjunto de todos los individuos de una comunidad —y aquí la escala no es relevante— no es posible afirmar que la utilidad social aumenta cuando uno solo de sus miembros ha sido perjudicado.
Bibliografía
Huerta de Soto, J. (2004). Estudios de Economía Política. Madrid: Unión Editorial.
Huerta de Soto, J. (2012). «La esencia de la Escuela Austriaca y su concepto de eficiencia dinámica». Revista de Economía ICE, marzo-abril 2012, Nº 865.
Rothbard, M. (2013a). Historia del Pensamiento Económico. Madrid: Unión Editorial.
Rothbard, M. (2013b). Poder y Mercado. [Versión Kindle]. Guatemala: UFM.
Rothbard, M. (2016). «El mito de la eficiencia». Recuperado de http://www.miseshispano.org/2016/04/el-mito-de-la-eficiencia/#_ftnref1
Serie ‘El lenguaje económico’
(XXVIII) Dad al César lo que es del César
(XXIII) Los fenómenos naturales
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