El mes pasado vimos que una ideología es un conjunto de ideas que incorpora deliberados planes de acción en el ámbito social. Según esta definición, el sindicalismo es una ideología cuya idea seminal es la teoría marxista de la explotación laboral y cuyo plan de acción es un elenco de acciones violentas dirigidas contra empresarios, la población y específicos trabajadores (esquiroles), cuyo fin último es el incremento artificial del precio del trabajo.
La justificación de la violencia sindical reside en la espuria «justicia social» y en la teoría marxista de la explotación laboral, refutada por Eugen von Böhm-Bawerk, en 1884 (Huerta de Soto, 1986). Como dice Ludwig von Mises (2011: 911): «Un exceso de verbalismo pseudohumanitario ha hundido en la confusión y el apasionamiento las cuestiones que suscita el sindicalismo obrero».
El hecho es que la violencia sindical ha sido aceptada por amplios sectores de la población y legalizada en la mayoría de países. Incluso el economista clásico David Ricardo dio alas a los sindicalistas cuando afirmó que el incremento de los salarios incrementaba también la técnica, cuando la verdadera relación causal es justo la inversa (Mises, 2011: 915). La principal seña del sindicalismo es el empleo de la violencia para alcanzar sus fines, ya sea en forma de amenaza o en el uso efectivo de la fuerza. El lenguaje, como veremos hoy, pretende enmascarar los errores éticos, económicos y jurídicos del sindicalismo.
Acción directa
Cuando los sindicatos no logran convencer pacíficamente a sus interlocutores de sus demandas, amenazan con la «acción directa», eufemismo que esconde un elenco de actos criminales: asesinato, secuestro, intimidación, sabotaje, ocupación de instalaciones, corte de comunicaciones, huelgas, manifestaciones, etc. Las víctimas de la acción directa son los capitalistas (propietarios del capital), comerciantes, agentes del orden público y la población en general, que es tomada como rehén para presionar al gobierno. La acción sindical comparte con el terrorismo la práctica de ocasionar un daño indiscriminado a la población, por ejemplo, cuando los agricultores bloquean con sus tractores las carreteras de un país entero. Solamente el boicot —persuadir a terceros para que se abstengan de comprar ciertos productos o de proveer a ciertas organizaciones— es un acto admisible y legítimo por emplear medios pacíficos.
Conquistas laborales
Es extendida la creencia de que la legislación laboral —salario mínimo, jornada máxima, días libres, vacaciones, permiso de maternidad y paternidad, subsidio de desempleo, contratación forzosa de discapacitados, prohibición del trabajo infantil, etc.— es una conquista de la lucha sindical y de las políticas progresistas. Sin embargo, todo privilegio laboral u otra forma de servidumbre empresarial impuesta por la legislación recaerá forzosamente en el trabajador mediante una reducción de su salario. La mal llamada «protección laboral» es un regalo envenenado al empleado, pues eleva el coste de su trabajo por encima de su productividad marginal. El empleado, aunque no lo sepa, deberá producir lo suficiente hasta pagar el último privilegio otorgado. Ha sido la mayor productividad del capitalismo (no los mandatos gubernamentales) la causante del incremento del nivel de vida de los trabajadores.
Derecho a la huelga
Dejar de trabajar en un derecho inalienable de toda persona. Solo un esclavo está obligado a seguir trabajando si no lo desea. La libertad de interrumpir toda relación laboral debe ser irrestricta por ambas partes, pero el espurio derecho a la huelga crea una asimetría jurídica: el huelguista puede interrumpir unilateralmente su prestación laboral sin que la otra parte —empresario— pueda actuar: «El ejercicio del derecho de huelga no extingue la relación de trabajo, ni puede dar lugar a sanción alguna, salvo que el trabajador, durante la misma, incurriera en falta laboral».[1] Tampoco, durante la huelga, se permite al empresario contratar nuevos trabajadores que sostengan la producción, viéndose obligado a sufrir pérdidas.[2]
El derecho a la huelga es como una patente de corso que el gobierno concede a los huelguistas para lesionar impunemente los derechos del empresario y, con frecuencia, causar un daño indiscriminado a la población. Así, a través de una doble coacción —sindical y gubernamental— los huelguistas obtienen mejores salarios y condiciones laborales que los obtenidos de otro modo en el libre mercado.
Piquete informativo
Se trata de otro eufemismo para designar a grupos de matones sindicales que amenazan e intimidan a terceros. Por ejemplo, los piqueteros toman las calles e «informan» a los comerciantes que deben cerrar su negocio, si no quieren verlo destrozado; toman las carreteras e «informan» a los conductores que la vía está temporalmente cortada porque el gobierno no atiende sus demandas; invaden los centros de trabajo e «informan» a los esquiroles que si no secundan la huelga recibirán una paliza. Y si los «informados» no se doblegan ante las amenazas, sufrirán agresiones físicas por parte de los «informantes». Curiosa forma de «informar». Por su parte, la Policía, siguiendo órdenes del gobierno, hace la vista gorda y exhibe cierta permisividad con los piquetes.
Bibliografía
Böhm-Bawerk, E. «La teoría de la explotación», en Huerta de Soto, J. (1986). Lecturas de economía política, Vol. III. pp. 101 a 202. Madrid: Unión Editorial.
Mises, L. (2011). La acción humana. Madrid: Unión Editorial.
[1] Real decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, art. 6. 1.
[2] Idem, art. 6. 5.
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